Primeros días (Capitulo III de aprendizaje)

Escrito por Roca

Primeros días.

En Forjaz no brilla el sol.

El ruido de los martillos es constante en la gran fundición. El volcán, domado por los ingenieros enanos, es su corazón. La gran fundición, escavada en el centro de la montaña canaliza su energía y la distribuye por toda la ciudad. Los pasillos y el resto de las salas convergen hacia el centro estableciendo el flujo de ventilación con la Gran Puerta, así hasta en lo más profundo de la antigua caverna se puede oler el aroma del bosque de Dun Morogoth.

Pero nunca brilla el sol.

En Forjaz no solo se trabaja, es la segunda ciudad de la Alianza y posiblemente su principal bastión. Si queréis beber una buena cerveza ir a sus posadas. Si tenéis dudas de cualquier saber en su biblioteca encontrareis la solución. O si simplemente buscáis paz y reposo en la sala mística encontrareis los mejores remedios para cuerpo y espíritu.

Pero en Forjaz no brilla el sol.

Los primeros días los pasamos en una posada, en la que engordamos un par de kilos cada uno, bueno Mad quizás engordó cuatro. Los enanos comen siete veces al día y un par por la noche, cuando les aparece el “hueco bajo el ombligo”, y nunca lo hacen solos; comer, beber y conversar realmente son sinónimos. Son capaces de despertarte durante la madrugada para que les acompañes en los asaltos nocturnos a la despensa y como Mad es el único de los cuatro capaz de comer, beber y hablar aunque esté dormido era su preferido.

Así la posada es el centro de reunión e intercambio de noticias, los viejos amigos se reencuentran a la vez que surgen nuevas amistades, se cuentan sus viajes, las minas que han explorado y todo tipo de chascarrillos y anécdotas. De lo que nunca hablan en público es de los secretos de la herrería, eso queda reservado para las reuniones de la Hermandad del Acero, reuniones a las que solo pueden asistir los grandes maestros herreros que además por sus hazañas en combate hayan conseguido el estatus de Exaltado de Forjaz.

Poco duro nuestra holganza ya que en un par de semanas nos trasladaron a Ciudad Manitas, hogar de acogida de los exiliados de Gnomeregan, la antigua capital de los gnomos, invadida durante la Tercera Guerra por los Troggs gracias a la traición de Mekgineer Thermaplugg consejero de Gelbin Mekkatroque, que al hacer explotar la Mekabomba en las mismas puertas principalmente mató a los defensores y permitió el acceso a los Trogss. Se dice que Thermaplugg aún vive conectado a una máquina en lo más profundo de Gnomeregan y que por eso aún luchan en su interior compañías de gnomos fieles a la Alianza, con el único objeto de encontrarle y hacerle pagar un muy alto precio, quieren que pruebe la más diabólica de las creaciones de la ingeniería gnómica, el amplificador de dolor.

Al día siguiente de instalarnos en Ciudad Manitas comenzó nuestra rutina, instrucción en armas y profesión, estudio de la historia y las leyendas, aprendíamos como crear y como destruir, pero los más importante es que fue el comienzo del vínculo que tenemos como grupo.

Todos los días, poco antes de que Forjaz encendiera sus luces un gong nos despertaba dando comienzo al falso día, después de un rápido aseo íbamos a desayunar al comedor común.

Y todos los días Char llegaba tarde. Justo cuando iba a terminar el turno aparecía corriendo, no se molestaba en ir a la cocina a por su ración, venía directamente a nuestra mesa y con un “buenos días melones” cogía lo que le apetecía de nuestros platos.

Al poco tiempo la curiosidad podía más que el sentido común, sentido que siempre me ha escaseado, y decidí seguirla. Me armé con mi espada y escudo de madera, era un importante guerrero, y mientras mis amigos dormían me escabullí en mitad de la noche hacia la puerta de la habitación de Char. Detrás de un cortinón me escondí y cuando ya se me cerraban los ojos por el sueño la puerta de Char se abrió. Una pequeña figura se deslizaba al exterior, llevaba una capa parda con capucha y en la mano un extraño objeto, demasiado largo para ser una barita y demasiado fino para ser una espada.

Cuando no llevaba ni cincuenta pasos tras ella se volvió y me dijo:

- Roca, solamente tú eres capaz de hacer el mismo ruido que un mamut de combate.

Y antes de que pudiera replicar dijo:

- Venga date prisa que se hace tarde.

Salimos por la puerta principal, los enanos de guardia la saludaron cordialmente, por supuesto los conocía, sabía sus nombres y probablemente su historia. La noche estaba despejada, la luz de la estrellas nos mostraba el inicio del camino, el bosque de Dun Morogoth comenzaba a unos centenares de metros pero antes de llegar a la frontera de los árboles nos desviamos por un estrecho sendero que salía a la izquierda. Al poco llegamos a un pequeño lago, Char se sentó en un piedra al lado del agua y mientras ataba una cuerda en un extremo el palo que llevaba me dijo:

- ¿No pescas?

- Pero yo no soy brujo, respondí, no se atraer a los peces.

- Si quisiera pescar con brujería no necesitaría una caña, aprendiz de guerrero.

Acto seguido se levantó, fue a un árbol próximo, peló la rama que le pareció más derecha, le piso en un extremo un hilo de su capa al que ató un adorno brillante que llevaba en el pelo. Me entrego la improvisada caña y me dijo:

- Pesca.

Rojo de vergüenza lance el adorno al agua y en cuclillas esperé al borde del agua.

Y esperé.

Y esperé.

Cuando ya no podía más dije.

- Char, creo que aquí no hay peces.

- Tu pesca y calla me respondió.

Al poco rato se puso de pie y mirando al este me dijo.

- Mira.

Al fondo vi un valle y vi como la oscuridad que le envolvía comenzaba a desaparecer, esa tenue claridad se convirtió de pronto en un potente foco de luz. El sol salía. El nuevo día comenzaba y a nuestras espaldas la montaña de Forjar iluminada con su brillo se despertaba.